Para el mandatario provincial, una alianza plena con el kirchnerismo implica riesgos asimétricos. Si Cristina lidera las listas y triunfa, el mérito será atribuido exclusivamente a su figura, relegando a Kicillof a un papel secundario. En cambio, una derrota electoral recaería sobre sus hombros como responsable del fracaso, especialmente si pierde en territorio bonaerense mientras Cristina gana en la Tercera Sección. Este desbalance de costos y beneficios cuestiona la racionalidad del pacto. Cabe preguntarse aquí si la elección del distrito por parte de Cristina responde a un cálculo estratégico: si su intención fuese genuinamente altruista y de máximo impacto, habría optado por La Plata —una sección electoralmente disputada donde su presencia podría inclinar la balanza— y no por la Tercera Sección, donde cualquier candidato oficialista, ya sea Ferraresi o Mayra Mendoza, ganaría cómodamente. Este movimiento sugiere que su candidatura persigue otros fines.
El núcleo del conflicto reside en el control del poder real. Si Cristina define las candidaturas legislativas, desmantelaría el entramado político que Kicillof construyó durante su gestión. Los intendentes leales, los cuadros técnicos y su narrativa de gobierno se diluirían. Peor aún: una Legislatura provincial ocupada por diputados cristinistas convertiría su gobernabilidad en una quimera, replicando las tensiones ya conocidas entre el poder ejecutivo y bloques legislativos que prometen alineamiento y luego no cumplen.
La disyuntiva adquiere dimensión histórica al proyectarse hacia 2027. La subordinación a Cristina hipotecaría cualquier aspiración presidencial autónoma de Kicillof. Su liderazgo quedaría encapsulado por la órbita kirchnerista, imposibilitando la construcción de un proyecto propio. En este contexto, surge otra interrogante clave: ¿busca Cristina una doble elección? Si triunfa en la Tercera Sección, quedaría habilitada para volver a presentarse en elecciones nacionales posteriores. Este escenario amplificaría su sombra sobre Kicillof, reduciendo aún más su margen de maniobra futura.
Frente a este panorama, mantener distancia crítica le ofrecería a Kicillof un camino alternativo: incluso una derrota electoral no sería terminal si preserva su estructura territorial y capital político. Los intendentes leales, el relato de gestión y el control de su espacio partidario serían activos para reposicionarse como alternativa peronista hacia la siguiente elección presidencial. La opción de una alianza diferenciada emerge como tercera vía. Negociar desde la autonomía —no desde la rendición— permitiría a Kicillof conservar el timón de sus listas mientras mantiene puentes con el kirchnerismo dialoguista. Esta estrategia transformaría la elección en un plebiscito sobre su gestión, no sobre el legado de CFK. Le facilitaría además ampliar su base más allá del núcleo duro cristinista, atrayendo a sectores peronistas hoy refractarios a la polarización.
El tiempo apremia. Cada día de indecisión erosiona la posición negociadora del gobernador. Si acepta el “abrazo de oso”, firmará tácitamente su renuncia como actor autónomo, condenado a ser actor de reparto en un guión ajeno. Si opta por la autonomía estratégica, asumirá riesgos inmediatos pero ganará algo invaluable: la potestad de escribir su propio destino político.
Buenos Aires es hoy el laboratorio del poder peronista. La elección de Kicillof definirá si la provincia sigue siendo feudo de un liderazgo nacional o si puede gestar proyectos locales con identidad propia. Tras la cordialidad del diálogo reciente, se esconde la pregunta que marcará la próxima década: ¿será Axel Kicillof el último gobernador kirchnerista o el primer líder del peronismo post-cristinista?