16 Jun 2025

A 70 años de cuando la Marina de Guerra bombardeó a su propio pueblo

El bombardeo de 1955, con 308 víctimas fatales, fue un punto de inflexión en la violencia política argentina. A pesar de su magnitud, persiste una falta de reconocimiento unánime y su enseñanza es desigual, reflejando un trauma histórico aún no resuelto.
A 70 años de cuando la Marina de Guerra bombardeó a su propio pueblo

Setenta años después del mayor ataque terrorista en suelo argentino, la sombra del bombardeo a la Plaza de Mayo vuelve a proyectarse sobre la realidad política del país, entrelazando pasado y presente en una narrativa de violencia y proscripción. La reciente confirmación por parte de la Corte Suprema de Justicia de la condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos contra Cristina Fernández de Kirchner, resonó de manera particular en el ámbito peronista. La propia Cristina vinculó explícitamente este fallo judicial con aquel junio de 1955, señalando con ironía: “–Y bue… para el peronismo, este siempre fue el mes más cruel”. La referencia aludía al atroz jueves 16 de junio, cuando sectores de las Fuerzas Armadas descargaron su furia sobre civiles indefensos con el objetivo de derrocar a Juan Domingo Perón.

Ese día, tras una mañana incierta que siguió a una llovizna nocturna, una multitud se congregaba en la Plaza de Mayo para un acto de desagravio al general José de San Martín, organizado por el gobierno luego de que grupos de derecha católica profanaran la bandera argentina días antes. La expectativa crecía ante la anunciada exhibición aérea de aviones Gloster Meteor. Sin embargo, a las 12:40, el rugido de los motores anunció no un espectáculo, sino una masacre minuciosamente planeada. La primera bomba destrozó el jardín de la Casa Rosada, matando a dos empleados. La siguiente impactó de lleno en un trolebús repleto de niños y niñas escolares, sin dejar sobrevivientes. En minutos, el centro de Buenos Aires se transformó en un infierno de explosiones, metralla, gritos desgarradores y cuerpos mutilados, oscurecido por el humo y el terror. La operación, gestada principalmente en la Marina de Guerra bajo el liderazgo de figuras como el almirante Isaac Rojas, el contralmirante Samuel Toranzo Calderón, el vicealmirante Benjamín Gargiulo y capitanes como Jorge Enrique Perrén –padre de un represor de la ESMA–, contaba también con apoyo de sectores del Ejército, como el general Pedro Aramburu, y “comandos civiles” radicales.

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A pesar de la densa capa de nubes, los pilotos sublevados, integrando una flotilla de aviones Catalina, North American, Beechcraft AT-11 y C-40 provenientes de bases como Espora y Punta Indio, realizaron pasadas rasantes para asegurar su mortífero objetivo. El plan original de asesinar a Perón y tomar el poder fracasó porque el presidente, alertado a último momento, logró refugiarse en el sótano del Ministerio de Guerra. La resistencia leal, con tanques Sherman, repelió a los infantes de marina que intentaban tomar la Casa Rosada. Frustrados, los atacantes extendieron el bombardeo durante horas de manera indiscriminada, ametrallando y arrojando explosivos sobre la sede de la CGT en Azopardo, el Departamento Central de Policía y el Ministerio de Obras Públicas, entre otros puntos, incluso cuando su derrota militar ya era evidente. La masacre culminó cerca de las 17:00 con la huida de los aviones hacia Montevideo, dejando un paisaje dantesco. El saldo oficial, establecido décadas después en 2010 por la Unidad Especial de Investigaciones Históricas del Archivo Nacional de la Memoria, fue de 308 civiles muertos y más de 800 heridos, cifras que lo sitúan como el peor atentado terrorista de la historia argentina.

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Pablo “El Profe” Borda, licenciado en Historia y divulgador, enfatiza la singularidad y gravedad del hecho: “Nunca antes en la historia de la humanidad las Fuerzas Armadas de un país habían bombardeado a su propia población sin el inicio de una guerra civil”. Para Borda, si bien el objetivo declarado era eliminar a Perón, la dimensión del ataque –que incluyó blancos como la residencia presidencial y la CGT, y continuó incluso después de saberse frustrado el golpe– apuntaba a un “escarmiento hacia el peronismo”, una “violencia aleccionadora”. Este episodio, según el historiador, marcó un punto de inflexión en la violencia política argentina, siendo la bisagra entre las masacres de trabajadores de principios de siglo XX (como la Semana Trágica de 1919 o la Patagonia Rebelde) y el terrorismo de Estado posterior. Inauguró un ciclo de impunidad para los perpetradores –muchos luego condecorados por la autodenominada “Revolución Libertadora” que finalmente derrocó a Perón en septiembre– y prefiguró métodos que se perfeccionarían con la Doctrina de Seguridad Nacional, culminando en la última dictadura militar de 1976.

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A pesar de su magnitud trágica y su papel fundacional en la violencia política contemporánea, el bombardeo de Plaza de Mayo permanece, según Borda, insuficientemente reconocido en la memoria colectiva y el espacio público. “Lamentablemente no se ha constituido como un consenso para el desarrollo de la democracia”, afirma, señalando la falta de monumentos significativos, la ausencia de una estación de tren o subte que lo recuerde, y hasta su relegamiento en el calendario oficial. Aunque los gobiernos kirchneristas impulsaron políticas de reconocimiento, el hecho sigue asociado principalmente a la memoria del peronismo, sin alcanzar una condena unánime que trascienda las barreras del antiperonismo histórico. Esta invisibilización se extiende parcialmente al ámbito educativo. Si bien los diseños curriculares de Provincia y Ciudad de Buenos Aires incluyen el golpe de 1955, la profundización sobre el bombardeo mismo depende de la iniciativa individual de cada docente. Borda, quien fuera profesor secundario, señala que muchos alumnos llegan a la universidad sin haberlo estudiado en profundidad: “Hay algo del trauma ahí que pareciera incómodo mirar y precede a la escuela”. Esta dificultad para asimilar un evento fundacional de terror estatal refleja, en su opinión, un trauma social más profundo vinculado a la emergencia del peronismo y la persistente incapacidad de reconocer la diversidad real del país, que alimenta discursos dicotómicos y excluyentes que resurgen cíclicamente en la política argentina.

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